Martín pescador

Martín observa cómo el hombre peludo y grandote arroja la roca por la borda. La cadena serpentea de un lado al otro de la cubierta, provocando un ruido metálico que no vaticina nada bueno. Martín siente un tirón en la pierna izquierda que le hace caer al suelo primero, y salir disparado hacia la mar después. Además del aroma dulzón de la resignación, su nariz degusta el hedor a pescado podrido, mezclado con los aires de venganza aplacada, segundos antes de que el agua salada le cubra hasta el último pelo de la coronilla. Sin mucho esfuerzo, la mar engulle a Martín ante la risueña mirada del hombre peludo y grandote:

adiós, Martín. Ya no joderás a nadie más. 

Mientras se hunde sin pausa y con la prisa justa que la gravedad ejerce en estos casos, Martín llega a la conclusión de haber elegido el peor día para tirarse a la mujer equivocada del hombre menos indicado. Lo que empezó con un guiño, una copa, y un calentón, acabará con su cadáver en lo más profundo del atlántico. 

Ojos abiertos: bajo los pies, la oscuridad gana terreno; sobre la cabeza, un resplandor verdoso haciéndose cada vez más pequeño. ¿Durante cuánto tiempo podrá aguantar la respiración? Mejor no pensar en eso. La roca le lleva bien cogido hacia su última morada; la cadena, firme en su cometido, tira del cuerpo en un viaje eterno. Martín cierra los ojos, aguardando lo inevitable. 

¿Y todo esto por un polvo? 

El fondo del mar sigue sin aparecer. 

La verdad es que la tía estaba muy pero que muy buena. 

El aire sigue sin agotarse en el interior de sus pulmones. 

Seguro que ha sido la Lupe. Menuda chivata. 

Oscuridad, quietud… Ni el mínimo atisbo del fondo. 

¿No debería haberla palmado ya a estas profundidades? 

La roca se posa en el suelo con un golpe seco. La cadena se enrosca sobre la roca, y Martín cae sentado sobre la cadena y la roca. Le duele la cabeza: cosa de la presión, supone. Ojos abiertos: nada, todo negro y en calma. De esta guisa, en lo más profundo del océano y aburrido como una ostra, permanece Martín repasando, uno a uno, los polvos echados a la mujer de su jefe, el hombre peludo y grandote.

Escultura de Jason de Caires Taylor


© Ernesto Adosado, 2008

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