Cafeína

Intimar con una cafetera no es fácil. Te acercas, le susurras cosas bonitas a los filtros, te muestras cortés e higiénico, y esperas que el resultado final satisfaga tus expectativas. Pero ni de coña, porque luego el café es una mierda y le das al coco una y otra y otra vez pensando que ninguna de tus atenciones sirve de mucho, o que quizá deberías haber aprendido chino mandarín para entender las instrucciones, o que, simplemente, el arte de la  improvisación nunca fue tu fuerte. Y lo peor, es que no quieres deshacerte de ella, de la fría y distante pero irresistible cafetera, pues siempre sospechas que… Bueno, no. No lo sospechas, en el fondo te crees que la culpa es tuya, y haces el ridículo día y noche tratando de arreglar lo vuestro con más dedicación y esfuerzo, sin prestar atención a la opinión que ella, la cafetera, tenga sobre el tema. Y pasa el tiempo, y el café sigue siendo una mierda, y ya no recuerdas cuándo empezó a odiarte ella, la cafetera, y la culpabilidad se convierte en tu excusa favorita, pues sigues anhelando llegar a un punto de comprensión mutua, que de sobra sabes improbable, porque a ella, la cafetera, le eres y le serás indiferente de por vida.  

Sí, señor Juez, lo sé, resulta patético. Y entiendo los motivos por los que ella, la cafetera, ha solicitado esta ridícula orden de alejamiento. Pero es que adoro el café. Sobre todo, ese regustillo amargo que te deja al final. Y que te hace desear más, por mucho que no te haya gustado.


Ó Ernesto Adosado, 2008 

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